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El efecto prologando del sol despierta sensaciones confusas en el cuerpo de un hombre. La exposición prolongada genera fastidio en una fase temprana, similar al que genera una mosca al revolotear alrededor, luego uno no comprende si es el calor abrasador o una fiebre interna lo que comienza a generar un malestar que distrae al vigía de su labor.
Para colmo, estaban abandonando las Antillas, y la brisa que suele recorrer los recodos y orillas de las islas e islotes abriéndose pasos entre la vegetación costera , dio paso al mar abierto, interminable, y para mal de Coise, que se encontraba en la cofa cumpliendo su ronda, también dio paso a la calma. Fue como si alguien obstruyera el fuelle que les brindaba esa adictiva y ocasional, pero refrescante brisa.
Lo que inquietaba al capitán Gregor, es el cansancio que culmina al final de una ronda de guardia en el palo mayor, el agotamiento genera que los hombres se distraigan, que quieran hacer lo posible para cumplir su turno y descender a reposar para que otro marinero asuma la guardia. Necesitaba que Coise estuviese alerta, ya que su situación no era la mejor de todas.
Después de 7 meses guerreando y pillando en las Antillas, la corona española le había puesto un precio a su cabeza, a la cabeza de sus hombres, y a su barco. Hubiese preferido hacer los preparativos necesarios para partir, pero la codicia le jugó una mala pasada, y la búsqueda de una nueva víctima los hizo estacionarse mas de lo requerido en esas aguas.
Su plan era regresar con su último botín al páramo (así le decían sus hombres a la bahía escondida detrás de bancos de arena y ciénagas, que usaban para repostar) recoger el fruto de esos 7 arduos meses y llevarlo al enclave que poseían cerca de Ozouri, en la costa occidental de África.
Pero sus cálculos no contemplaron que el opulento de Felipe III declarara la guerra a las provincias unidas, Inglaterra y Francia, luego de 12 años de paz. Para su pesar, él no era completamente inglés, era mitad escocés, pero su tripulación era una maraña de ingleses, franceses, e incluso algunos de sus hombres eran provenientes de la región del puerto de Naarden.
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Lee El Llamado del Ocaso (Fragmento 1° al 300°) desde el Fragmento N°1⠀
Afortunadamente para Favre, la puntería de los holandeses no era la mejor de todas. Algunos disparos habían generado daños menores y superficiales sobre la barandilla y la proa, pero la gran mayoría habían impactado en el agua o pasado sobre ellos.
De pie, en el alcázar, el galo observaba con su catalejo en dirección contraria a la nave holandesa, su principal preocupación no era el Mauritius, sino la evacuación de la costa. Quedaban solo dos botes por evacuar, uno se encontraba a medio camino, llegaría en algunos pocos minutos. Pero el último bote se encontraba aún amarrado en el agua baja de la playa, sin hombres a bordo, sin timonel, meciéndose al ritmo de las olas.
A pesar de la oscuridad, las llamas del campamento y las detonaciones de los cañones le permitían ver con cierta claridad la ubicación de las dos barcazas restantes. Pero le preocupaba no tener una vista clara del combate que se desarrollaba en el perímetro del campamento.
Un destello cercano hizo que su cuerpo se alarme, por reflejo, se agachó sutilmente al percibir la detonación. Esta vez el disparo provenía de la jungla costera, justo donde se encontraban las trincheras y cañones que resguardaban el límite del campamento. El disparo había pasado muy lejos por estribor, había sido algo prematuro, el cañón no estaba correctamente nivelado y el proyectil levantó una columna de agua muy por detrás de la nave.
Volvió a erguirse y esta vez barrió con el catalejo la costa para comprobar lo que suponía.
—Maldición, han tomado los cañones.— dijo mientras observaba a varios holandeses tratar de girar y alistar otro de los cañones que se encontraba apuntando en dirección a la selva y colocarlo en dirección a la bahía.
El bote que se encontraba a medio camino había alcanzado a El Retiro, y los marineros heridos estaban subiendo a bordo.
—Señor, traigo noticias de la costa.—
El galo giró y observó al marinero, era un joven pálido y de cara redonda: —Dime.— respondió.
—Quedan muy pocos hombres señor, Umbukeli ha decidido regresar a tierra. Me ordenó que le informara que en caso de no lograr evacuar al capitán y los marineros restantes, usted lo esperara hasta la próxima estación en Ozouri. Si luego del cambio de estación no tenemos novedades, puede tomar la decisión que considere mejor.— dijo el joven.
—¿Qué demonios tiene en mente?— dijo Favre fastidiado.
Edahi había regresado en el bote anterior junto con Fausto, Megan, y el pequeño Aidan. Se encontraba sobre la cubierta principal ayudando a subir a los heridos recién llegados, al escuchar al marinero se dirigió a Favre gritando hacia el alcázar:—Debemos enviar refuerzos a la costa para ayudarlos a evacuar.—
—Nuestra posición es muy comprometida, en cuanto termine de girar todos los cañones de la costa tendrán dos plataformas de tiro sobre nosotros. Y la nave holandesa se está aproximando, no tenemos mucho tiempo.— indicó el galo mientras descendía la escalinata hacia la cubierta.
Edahi intentó protestar pero Favre lo interrumpió:—Si conservamos la nave, tal vez podamos negociar, o incluso contraatacar, pero si perdemos la nave no hay ninguna alternativa, estaremos a merced de ellos.—
Mientras discutían, Nock subió desde las cubiertas inferiores. Su cuerpo estaba cubierto de hollín y parte de su ropa se encontraba chamuscada en varias secciones. Al ver a Edahi y el galo hablando acaloradamente, intervino:—¿Qué ocurre? ¿qué son esos disparos desde tierra?—
—Hemos perdido la playa, aún hay hombres por evacuar, entre ellos el capitán y Umbukeli.— resumió el galo.
—¡No podemos abandonarlos!—insistió Edahi.
—¡Si perdemos la nave los habremos abandonado!¡no podremos hacer nada por ellos!— gritó Favre.
Con voz calma, Nock volvió a interrumpir:—Por más que hayan tomado la costa, tendrán que salir a mar abierto para continuar su viaje, tal vez podremos enfrentarnos a su nave en mar abierto, sin el apoyo de las baterías costeras. O patrullar la salida del cabo hasta encontrar una mejor oportunidad. Pero Antoine está en lo correcto, si perdemos la nave no tendremos ninguna alternativa.—
Sin mediar palabra Favre subió nuevamente la escalinata a toda velocidad hacia el alcázar y tomó el catalejo para realizar un paneo de la costa. Continuaba sin lograr divisar a los hombres que aún restaba evacuar. Pero esta vez llamó su atención que ya no llegaba a sus oídos el ruido de hombres luchando, o disparos de mosquetes y pistolas.
Cubrió con su vista el borde de la jungla, esta vez divisó a varios cañones ya apuntando hacia ellos, justo cuando estaba por comentarlo en voz alta, el cañón que se encontraba observando detonó, y otras dos explosiones se sucedieron en otras baterías de la costa.
—¡A cubierto!— alcanzó a gritar, antes de que los disparos los alcanzaran.
Esta vez, al estar más cerca y tener tiempo para ajustar la altura del disparo, la precisión mejoró notoriamente. Un proyectil impactó en la popa, destrozando un mamparo. Los otros dos pasaron un poco por alto alcanzando una de las velas y parte del cordaje
—Timonel, sáquennos de la bahía.— ordenó Favre mientras se incorporaba.
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Lee El Llamado del Ocaso (Fragmento 1° al 300°) desde el Fragmento N°1⠀
En cuanto sus pies abandonaron el agua, Edward comenzó a correr a toda velocidad hacia la línea de trincheras que formaba el perímetro del campamento. Alimentado por la brisa nocturna, el fuego había saltado hacia algunas de las tiendas, y comenzaba a consumir gran parte de la base.
De reojo pudo observar que la tienda donde hacía algunos minutos se encontraba Megan, ahora estaba cubierta en llamas que se elevaban hacia lo alto, desprendiendo destellos que iluminaban a los hombres que se encontraban luchando a su alrededor.
Antes de llegar a las trincheras, Edward se topó con sus hombres que venían en retirada, entre ellos Umbukeli. El somalí avanzaba tortuosamente con otro marinero apoyado sobre sus hombros, el sujeto sangraba profusamente por una herida abdominal en el costado, casi a la altura de la cintura.
—No queda mucho, hemos perdido el control de los cañones.— dijo Umbukeli.
Edward se colocó al otro lado del marino herido, y este quedó colgando de los hombros de ambos, mientras Edward y el somalí retrocedían hacia la costa.
—¡Retirada, a los botes!— gritó Edward.
Comenzaron a replegarse, formando un abanico abierto entre la veintena de sobrevivientes que aún no habían abandonado el campamento. Mientras cedían terreno, el peso del sujeto herido provocaba que sus piernas se incendiaran por dentro, cada músculo ardía como si estuviesen frente al sol del medio día.
Agitado, Edward llegó a decir:—Adelántate con éste y los demás heridos, cubriremos tu retirada.— y con un empuje de su hombro se liberó del marinero dejándole todo el peso muerto a Umbukeli.
El somalí tomó al marino con la incisión en su abdomen y gritándole a otro sujeto que se encontraba a su lado dijo:—Ayudame con aquel otro herido.— mientras le señalaba con la mirada el cuerpo de otro joven que se arrastraba en la arena en dirección a los botes.
A pasos acelerados, Umbukeli chapoteaba con el agua sobre las rodillas mientras luchaba por acercarse a uno de los dos botes que aún aguardaban flotando en el agua poco profunda. Detrás del diminuto bote, se elevaba la figura de El Retiro, la nave había cambiado su posición y ahora se encontraba perpendicular a la costa con sus cañones apuntando hacía el otro extremo de la bahía.
Una rafaga de los cañones ensordeció la playa y eliminó a todos como si fuese un rayo. La cortina de humo que se generó, envolvió gran parte de El Retiro. Umbukeli observó en dirección hacia los disparos y por primera vez se percató de la nave holandesa en la bahía, más pequeña que El Retiro, pero aproximándose en un ángulo abierto.
Otro destelló los cubrió, y la detonación de la respuesta holandesa proveniente desde el Mauritius llegó hasta ellos. Por dentro el somalí pensó:”Nos están flanqueando en un ángulo abierto, cerrándose la salida de la bahía. En cuanto tomen por completo los cañones de la playa y los giren en contra nuestro, estaremos perdidos.”
Sabía que el galo a bordo de El Retiro, debía estar percatándose de lo mismo. Tenían pocos minutos antes de que la trampa se cerrara por completo sobre ellos.
En un esfuerzo, Umbukeli subió el cuerpo del marinero herido al bote e indicó al remero:—Evacua a todos los hombres en este bote, deja el último bote para el capitán y los que últimos que lleguemos con vida.— mientras señalaba la embarcación contigua.
Con su rostro cubierto de miedo, el remero dijo:— Como ordene.— y todos los hombres comenzaron a apiñarse en una sola embarcación, dejando en solitario el último bote.
El somalí extendió su mano y tomó el hombro del remero mirándolo fijo a sus ojos:—Si no logramos evacuar, dile a Favre que espere hasta la próxima estación en Ozouri. Si para ese entonces no tiene noticias nuestras, puede tomar la decisión que considere mejor.—
El remero asintió, era un joven de cara pálida y redonda.
—¿Comprendido?— volvió a insistir el somalí.
—Comprendido— dijo el joven asintiendo nuevamente.
Umbukeli soltó su hombro y giró, y nuevamente comenzó a luchar contra el agua poco profunda para regresar a la playa. A medida que el agua descendía, pudo aumentar su velocidad, estaba relativamente cerca del último grupo que se mantenía de pie luchando, cubriendo la retirada de los heridos, podía distinguir a Edward de pie trabado en combate en el centro del grupo.
Echó un último vistazo por sobre su hombro antes de abandonar el agua, y pudo ver al joven remero con su bote cubierto de marineros en su mayoría heridos, alejándose poco a poco, mientras el último bote permanecía en soledad meciéndose con el movimiento de las olas.
El somalí volvió a enfocarse en la playa, y al comenzar la carrera sobre la arena firme, las detonaciones lo detuvieron. Esta vez los disparos provenían desde el interior del campamento, eran los cañones que se encontraban en las trincheras y la jungla perimetral disparando hacia El Retiro.
Observó hacia adelante, y vio como el grupo de holandeses que se aproximaba por la playa cerraba el paso hacia el mar a los últimos sobrevivientes, cercándolos por completo.
Umbukeli miró a su alrededor, el campamento en llamas irradiaba luces y sombras sobre la costa, el grito de los holandeses victoriosos se hacía escuchar por sobre el disparo de los propios cañones que ahora apuntaban hacia la bahía. Al ver a El Retiro izar sus velas completamente, comprendió que no muchas opciones quedaban a su disposición.
El somalí aceleró a toda velocidad, y se adentró en la jungla, antes de que algún holandés se percatara de su presencia.
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Es extraño, mi mente da vueltas en círculos alrededor de recuerdos. No estuve allí, pero tampoco debí entrometerme en su vida privada, ni en la de él y ni en la de su familia.
Pero lo siento cerca, realmente lo siento, como si estuviera allí, como si estuviera acá, como si fuera parte de mí. Como si realmente nos conociéramos.
La crudeza de sus palabras, el realismo con el que describe algunas situaciones, y las anécdotas familiares que utiliza para llegar a los suyos, me hacen creer que lo conozco, que compartí un almuerzo un domingo con él, que charlamos de la universidad, de nuestros trabajos o del clima.
Jamás lo ví, pero desde el momento en el que recibí la última, supe que debía hacer lo que ahora me encuentro a punto de hacer. Al principió no tuve claro de dónde provino el error, pero cuando llegó la última, supe que debía encontrarla.
Cuando llegó la primera, la abrí instintivamente. Me acuerdo que me la encontré un día cuando llegaba de la calle, había salido a comprar algunas cosas al almacén y la ví tirada en el suelo del lado de adentro en cuanto abrí la puerta. Mientras caminaba hacia la cocina, tironeando con la bolsa de las compras, logré abrirla y al comenzar a leerla me llamó la atención como iniciaba:
“Islas Malvinas 8 – 5 – 82”.
Se me heló el corazón, no sé bien cómo, pero la bolsa se me cayó al suelo. Con indecisión, la di vuelta, buscando cualquier dato que me ayudara a entender lo que estaba ocurriendo. En una fracción de segundo miles de ideas cruzaron mi mente a una velocidad escalofriante: “tal vez es el familiar de algún vecino que está en las islas” , “¿Algún compañero del colegio que decidió escribirme a mí en vez de a su familia?”, “Seguro es una mala noticia”.
Pero mi ansiedad encontró respuesta al ver los datos del destinatario, el cual recitaba con letra clara y prolija:
“Gladys Cisneros
Alvear 1230, Bragado, Buenos Aires
CP 6640”
Bragado es una ciudad chica, pero eso no implica que todos conozcamos a todos. Como en otras ciudades, hay dos calles Alvear, Marcelo Torcuato de Alvear y Torcuato Antonio de Alvear. Yo vivo en Marcelo Torcuato de Alvear 1230, que es la más conocida y céntrica de las dos calles (como pasa generalmente entre las dos “Alveares”). Tal vez por desgano, o por sentido común, o incluso tentando al azar, el cartero decidió dejarla en mi dirección y no en la otra “Alvear”.
Recuerdo las cosas que decía esa carta, Juan. Contabas cosas muy triviales, seguro para tranquilizar a tu mamá, Gladys. Narrabas cómo eran tus amigos en las islas, los lugares de donde cada uno provenía, las cosas que charlabas con ellos y como compartían el tiempo juntos. Esa carta me robó una sonrisa. Te imaginé, sin conocerte, supuse que eras morocho, tal vez alto, con una sonrisa, pero de mirada tosca, campechana, como cualquiera de los chicos que me cruzo por acá en el barrio.
Terminabas la carta mandandole un saludo a tu mama, a Gladys, asegurándole que no tenías frío, ni hambre, y que estabas bien, que pronto ibas a volver.
Ese día cometí el mayor de los egoísmos, tenía algunas cosas para hacer, estaba por oscurecer, y decidí recién al otro día intentar ir hasta el otro lado de la ciudad, hasta la otra “Alvear” y encontrar a Gladys para darle la carta de su hijo Juan.
A la mañana siguiente, me desperté temprano e hice algunas cosas en casa. Piqué algo antes de salir, tomé tu carta y encaré hacia la puerta. Había dejado esa primera carta sobre la mesa, doblada con la mayor de las delicadezas, lista para ser entregada a alguien que la estaba esperando, a alguien que realmente necesitaba esas palabras. Cuando dí algunos pasos hacia la puerta, frené en seco.
Había cuatro cartas por debajo de la puerta. Me agaché para tomarlas y leer el remitente, las primeras tres eran tuyas, tu letra prolija y delicada indicaba: “Juan Cisneros”.
¿Habrás sido un buen alumno? Es común pensar que a los que tienen buena letra les fue bien en la escuela.
La última tenía otro estilo, una caligrafía sobria y recta, la cuarta decía:
“Gonzalo Vallejos
(amigo de Juan)”
Con las cartas en la mano, dí algunos pasos hacía atrás y me senté en la silla que tenía más cerca junto a la mesa. Puse las cinco cartas sobre la mesa, la primera, que ya estaba abierta, y las otras cuatro. “¿Quién es Gonzalo?, ¿por qué escribe por vos?, ¿qué dice esa carta?”.
A pesar de que la respuesta evidente comenzaba a incomodarme en lo profundo de la cabeza, intente evadir esa idea. Nerviosamente las ordené por orden cronológico.
Era 10 de junio, el día que llegaron las cuatro juntas. Al ordenarlas por fechas, me dí cuenta que le mandabas casi una carta por semana a tu mamá, ¿Qué más se te podía pedir?, en medio de todo eso, tomarte el tiempo para escribir una vez por semana.
Pero la idea asomó con fuerza cuando, al ordenarlas, la de Gonzalo quedó última. Era de hace una semana casi:
“Islas Malvinas 2 – 6 – 82”.
Te pido disculpas Juan, el dolor me hizo abrirla. No tenía excusas, no tenía explicación, pero no soportaba la idea de que esa carta tuviera esa noticia, necesitaba saberlo.
¿Duele menos una noticia cuando uno sabe que va a recibirla?, ¿Puede mitigar el dolor saber que los peores miedos son realidad?
Gonzalo era tu amigo, lo mencionaste en la primera carta. No lo dice en ningún lado, pero me gusta pensar que él eligió escribirle a tu familia, que lo sintió como una responsabilidad, un deber, un favor que se harían los amigos.
¿Se puede extrañar a alguien sin conocerlo?, ¿Se puede sentir el dolor de una pérdida sin jamás haber abrazado? ¿O sin conocer el tono de voz de la persona? ¿Sin haberla visto sonreír?
En pocas líneas, Gonzalo trataba de contener la tristeza de Gladys (¿Es posible hacer eso?). Él se describía como tu amigo, no se guardó palabras para resaltar el refugio que significó para él tu amistad en el medio de ese infierno.. Creo que esa vez fue la primera vez que creí en la palabra “valiente” al leerla sobre un papel. Él decía que lo fuiste, ¿Por qué no habría de creerle?
Si iba a llevarles esas cartas a tu mamá, necesitaba saber la historia, necesitaba comprender lo ocurrido. Tal vez era un intento mío, un intento inutil, en busca de encontrar en las demás cartas las palabras necesarias para contarle a Gladys.
Dejé la última carta, la de Gonzalo, sobre la mesa. Levanté la segunda, iba a leerlas por orden cronológico. Al comenzar a abrirla una idea desgarradora cruzó por mi mente, ¿qué diría mi vieja si le llegara una carta diciéndole que desde ahora no podría charlar más conmigo? ¿Cómo aceptaría la idea de saber que ya no habría más mates entre nosotros? no habría más almuerzos los domingos, ni respuestas a la pregunta “¿Cómo te está yendo en la facu?”
Cerré los ojos y me detuve, la sola idea de pensar lo que sentiría Gladys, mi mamá, o cualquier otra mamá, me hizo pedazos.
Respiré profundo, y con la manga me sequé los ojos vidriosos.
Traté de leerlas todas sin pensar, rápido, sin darle espacio o tiempo a mi mente de poder conjeturar o reflexionar, sin darle lugar a la emoción. Fue imposible.
Sentía odio, rabia, impotencia, quise romper la mesa, pero con una sonrisa tragicómica recordé que me la había regalado mi papá. Detuve el pie antes de patearla. No tenía certeza, pero algo me decía que yo casi tenía tu misma edad. La manera en la que hablabas, las palabras que usabas, algo me lo decía.
A mi me tocaba estar leyendo tus cartas, a vos te tocó no estar, ¿era eso justo?.
Muy despacio, las fui acomodando y traté de que quedaran todas lo más prolijas posibles. Se notaba que estaban abiertas, pero quería entregarlas lo más intactas que se pudiera. Las apilé en orden, agarré mi campera y las puse en el bolsillo de adentro.
La otra “Alvear”, Torcuato Antonio de Alvear, quedaba bastante lejos de mi casa, casi al otro lado de la ciudad (tal vez fue un intento para que la gente no las confundiera, hubiese sido más fácil cambiarle el nombre). Normalmente hubiese agarrado la bicicleta, pero comencé a caminar.
Decidí aprovechar el tiempo que tenía para ordenar un poco mis ideas, ¿Cómo iba a hacer lo que no tenía claro que iba a hacer?. Las primeras cuadras me debatía entre dejar las cartas por debajo de la puerta o tocar el timbre para entregarlas personalmente. Ese debate no prosperó mucho, traté de pensar: ¿Qué dirías vos, ¿Qué diría Gonzalo? ¿Qué pensarían de mí si las hubiese dejado fríamente por debajo de la puerta de Gladys? ¿Se puede ser tan cobarde al lado de tan valientes?.
Cuando la idea de entregarlas en persona fue una realidad para mí, comencé a pensar en cómo podía hacerlo. ¿Qué le hubiese gustado a tu mama que le diga? ¿Qué te gustaría que le diga alguien en ese momento tan difícil?.
Recordé que en todas le decías que estabas bien, que no tenías miedo, que estabas con tus amigos. ¿Serviría de algo decirle eso?.
Caminé unas cuadras más y me acordé que en la tercera carta decías que una vez le contaste a tus amigos los platos que hacía tu mamá, y que describiste tan bien su pastel de papa, que el resto terminó acordando que el pastel de papa de Gladys era la mejor comida de las mamás del grupo.
Esa me pareció una idea mejor, el solo hecho de que la hayas recordado, y que indirectamente la hayas presentado a tus amigos es algo que llenaría de orgullo a cualquier madre. Y que hayas convencido al resto del grupo de que su plato era el mejor de todas las mamás, en medio de una guerra, probablemente en medio de una trinchera también, y casi seguramente pasando hambre, es algo que cuesta imaginar de ser posible.
Mientras seguía caminando, me puse a pensar los platos que mi mamá solía cocinar, y cuál era mi favorito. Me sentí un ser miserable al no tener claro si alguna vez le dije a mi mamá cuál era mi comida favorita. Me prometí a mi mismo que nunca más iba a probar bocado, hasta decírselo.
Entré en un trance, muchos fragmentos de tus cartas se arremolinaban en mi cabeza. Seguía hurgando en esos fragmentos, en busca de algo que me sirviera para poder atravesar la situación. No había preparación para lo que estaba por hacer, ¿Vos estabas preparado para lo que te tocó?¿Se puede estar preparado?.
Tal vez el tema de la preparación me hizo acordar a la facultad, y recordé que en la segunda carta contabas que tenías ganas de volver a la facultad, que extrañabas estudiar y a tus compañeros.
Nunca lo supe, pero tal vez vos no querías eso, o si lo quisiste, si fuiste porque lo sentiste necesario, tal vez no te lo imaginabas como realmente fue. Querías volver, aún estando allá imaginabas volver a la facultad, seguir estudiando y volver a ver a tus compañeros. ¿Qué otras cosas te hubiese gustado volver a hacer? ¿Qué hubieses retomado? ¿Qué hubieras esperado para tu futuro?
Yo estaba estudiando y no sabía ni a qué materias me iba a anotar el cuatrimestre que viene. Sinceramente, incluso dudaba de si iba a seguir estudiando al año siguiente. Negué sutilmente con la cabeza y seguí caminando.
Cuando estaba llegando, recordé que Gonzalo contaba que fuiste de gran ayuda para él y el grupo, que sin tu energía y alegría no sabían cómo podrían haber tolerado los días en las islas. Eso me hizo recordar a un amigo, no conocía más que mil palabras sobre vos Juan, casi todas escritas por vos mismo, y unas pocas escritas por Gonzalo. Pero tengo un amigo que es de ese estilo, como vos, que nunca deja de sonreír, que no importa que tan complicado pinte todo, él siempre encuentra algo bueno para ver, algo que te anima a seguir adelante o que te hace sentir un mufa que siempre está viendo lo malo. Hasta podríamos haber sido amigos.
Levanté la cabeza y miré el cartel que estaba en la esquina, la letra blanca y desgastada decía “T. A. de Alvear 1200-1300”
Caminé por el lado impar, no tenía el valor para acercarme, me temblaban las piernas. Justo enfrente de tu casa hay un almacén. En mi cabeza comenzaban a surgir ideas ilógicas, en busca de esquivar el deber que se me había encomendado. Entré al almacén y dije:
—Hola, buen día.—
—Buen día, ¿en que te puedo ayudar?— respondió el señor que atendía.
Era un un tipo mayor, uno de esos que te cruzas a la tarde tomando el mate en la vereda los domingos.
—Disculpe.— le dije, —Busco a Gladys, familia Cisneros, no tengo bien la dirección pero se que vive en esta cuadra.—
—Si, la Gladys, vive acá nomás, enfrente, el 1230.— respondió el almacenero asomando su cuerpo por sobre el mostrador y señalando en dirección a la puerta de la casa que estaba cruzando la calle.
Asentí en silencio.
El tipo se me quedó mirando, luego de un segundo me dice:—¿Estás bien?.—
—Sisi, perdón, es que hace mucho que no veo a Gladys— dije, fue lo mejor que me salió.
—Muchas gracias.— y me di vuelta para salir del almacén.
Mientras cerraba la puerta el almacenero gritó:—Tocá timbre, está en la casa, la vi entrar hace un ratito.—
Fue un baldazo de agua fría.
Caminé hasta el cordón, y miré hacia la izquierda y la derecha dos veces para ver si venía un auto. En bragado, en esa calle, a esa hora, tenes más chances de cruzar una vaca que un auto.
Pero tenía miedo, no quería cruzar.
Nuevamente recordé lo injusto que sería, para vos, para Gonzalo, y para Gladys, que no cruzara esa calle, y que no entregara en persona esas cartas que estaban en el bolsillo de adentro de mi campera.
No tengo ni idea cuanto pesa el equipo de un soldado, pero ese puñadito de papeles en mi pecho pesaba mucho para mí.
Crucé la calle, al llegar a la otra vereda caminé esos pocos pasos que me separaban de la puerta de tu casa. Había unas plantitas afuera, unas plantas normales, pero estaban muy bien cuidadas, con amor.
Miré el umbral y no pude evitar pensar que era como muchas de las casas del barrio.
Me latía fuerte el corazón, ya no sabía si era miedo, adrenalina o que cosa.
Estiré la mano para tocar el timbre, pero me detuve un milímetro antes de que mi dedo tocará el botón. Personalmente no me gusta el sonido de mi timbre, prefiero el sonido del golpe sobre la madera, es más “natural”.
Desvié mi mano y toqué la puerta. Dos golpecitos.
Sentía que las cartas se habían hecho pedacitos en el bolsillo, presionadas por mi respiración espasmódica y los latidos que las estrujaban contra la campera.
—Ahí voy— se escuchó de adentro.
Mientras repetía en mi mente cosas sin sentido que había pensado en decir para iniciar la conversación, escuché como la cerradura giraba desde adentro. Un frío trepó por mi espalda, envolviendome, yo no estaba preparado para eso.
La puerta se abrió, y se asomó una señora.
Con la voz entrecortada pude decir:—¿Gladys?—
Al escuchar su nombre, se sintió un poco más confiada y abrió la puerta completamente. Ahí pude verla de pies a cabeza.
¿Al decir su nombre habrá pensado que era un amigo tuyo?
Nerviosamente me metí la mano en el bolsillo y saqué el manojo de cartas.
—Ho…Hola.— dije
Gladys inclinó levemente la cabeza, como sorprendida y me dijo:—¿Estás bien?¿te puedo ayudar en algo?.—
No tengo claro cómo fue todo lo que pasó luego. Como si fuese algo traumático, mi mente almacena solo dos detalles de ese día.
Lo primero es el parecido. Tu mamá es muy parecida a mi mamá Juan, eso me partió el alma, me fragmentó en mil pedazos mientras me mantenía de pie frente a la puerta. Realmente son muy parecidas, hasta sentí que alguna vez podríamos haber comido el mismo pastel de papas. La manera en la que me hizo una pregunta tan simple como “¿Estás bien?” me hizo acordar a ella. Fue como si me pasara por arriba un auto. Sentí ganas de abrazarla, a vos y a ella los privaron de volver a sentir eso.
Lo segundo fue el frío, no pude contenerlo, una lágrima se me escapó del ojo izquierdo. Y la sensación de esa gotita diminuta atravesando mi cachete me congeló.
Gladys lo notó, sin preguntarme mi nombre, sin preguntarme qué quería, me dijo que pasara adentro. Lo que mi mamá hubiese hecho por vos, ella lo hizo por mí.
La puerta se cerró, y el almacenero que miraba desde enfrente se quedó con la mirada fija en la entrada de tu casa. Sintiéndose extraño por lo que acaba de ocurrir, ajeno a todo.
Un nene que venía en bicicleta frenó en la vereda, dejó la bici apoyada en un árbol y entró al almacén.
El almacenero salió de su trance y dijo:—Buen día, ¿en que te puedo ayudar?—
Fin
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Sin perder el tiempo, Edward dijo:—Edahi, ayúdanos a evacuar a Megan y Aidan.—
—Como ordene.— afirmó el nativo.
El ruido de disparos y gritos se oía en las inmediaciones del campamento. El sonido de los cañones había sido solo de una andanada, lo cual indicaba que ahora la tripulación de El Retiro estaba trabada en combate cuerpo a cuerpo contra los holandeses.
Edward se aproximó a la mesa más cercana y con su brazo despejó la superficie, arrojando al suelo unos cuantos libros y un jarrón con agua. Luego giró para aproximarse a la litera y ayudar a trasladar el cuerpo de Megan, debilitado por la fiebre.
—Con cuidado, despacio, despacio.—indicó Fausto mientras los tres acomodan suavemente a la mujer sobre la mesa.
Al recostar a Megan, Edward dijo:—Fausto, nosotros podremos mejor con la camilla, tu encargate de Aidan.—
El médico asintió en silencio, y se dirigió rápidamente a la cuna del niño. Envuelto en sábanas, ajeno a las detonaciones y la batalla que se estaba desarrollando a su alrededor, el pequeño Aidan Gregor permanecía semi dormido. Fausto lo envolvió y entrelazó las sábanas alrededor de su torso, formando un cabestrillo sobre su pecho con el niño en su interior.
Luego regresó junto a Edward y Edahi.
—Listo, vámonos.—
El nativo y Edward levantaron la tabla que se encontraba sobre la base de cuatro patas, al hacer fuerza desprendieron la plancha de madera que formaba la mesa y de ese modo la utilizaron de camilla improvisada.
Edahi iba adelante, mientras Edward sostenía la tabla desde atrás. Fausto se mantenía a pasos acelerados junto a ellos, utilizando uno de sus brazos para contener al niño que se encontraba colgado sobre su pecho, evitando que se moviera con el vaivén a medida que avanzaban.
En cuanto salieron fuera de la tienda, el panorama de la batalla llegó más claro hasta ellos. Por algún motivo, una sección de barriles y cofres con especias se había comenzado a incendiar, el humo se mezclaba con un extraño olor floral chamuscado, impregnando todo el campamento. Las llamas proyectaban sombras inexactas de hombres corriendo, trabados en lucha, mientras las voces de quienes combatían se entremezclaban con el sonido de la agonía de quienes ya habían sido abatidos.
Por un instante Edahi pareció detenerse ante el panorama sombrío, pero Edward presionó y el nativo mantuvo su marcha.
Iban a toda marcha, casi trotando, pero se esforzaban por mantener sus pies sobre la arena para evitar dar saltos y empeorar el frágil estado de Megan. A pesar de la relativa corta distancia, la tarea era ardua, el peso de la tabla hacía que sus botas se hundieran en la arena mientras el sudor se escurría por sus hombros y brazos, dificultando el agarre de la camilla.
Al salir a la playa, pudieron ver los últimos botes que se mantenían en el agua poco profunda, listos para zarpar con los últimos hombres que arribaran. Al mirar a su derecha, Edward pudo notar otra columna de holandeses que se aproximaban por la línea costera, algunos de sus hombres intentaban contener el avance pero estaban siendo superados en número y retrocedían poco a poco.
Al llegar al mar, se aproximaron al bote más cercano, hasta que el agua casi les llegó a la cintura. Fausto subió a la embarcación y tomó el cuerpo de Megan mientras Edward y Edahi la sostenían desde el agua. El médico intentó recostarla de la manera más suave, mientras contenía al pequeño Aidan sobre su torso.
En cuanto Megan estuvo sobre el bote, Edward dijo:—Ve con ellos Edahi.—
El nativo miró a los ojos a Edward mientras abría la boca para protestar:—Capitán no puedo…—
—Es una orden.— afirmó Edward.
Colocando una mano sobre el hombro de Edahi dijo:—Mi ingenuidad ha contribuido de gran manera a que esto ocurriera, debo volver e intentar cubrir la retirada de los que aún se encuentran en la costa. Nos veremos a bordo más tarde.—
Sin aguardar reacción del nativo, Edward volteó y comenzó a vadear la costa en dirección a la playa. Al verlo marcharse, Edahi pudo observar la línea costera, los destellos de disparos que se observaban emerger de entre la vegetación, y las llamas que consumían el campamento, proyectado sus luces y sombras sobre las olas que rompían suavemente contra la arena.
De un salto, Edahi subió a la embarcación y tomó lugar junto a uno de los remos. Mientras se esforzaba por remar y salir de la rompiente, mantuvo su vista fija en Edward. Lo vio salir del agua, desenvainar su sable nuevamente, y perderse entre la vegetación y las llamas.
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Lee El Llamado del Ocaso (Fragmento 1° al 300°) desde el Fragmento N°1⠀
Cruzado de brazos, el galo observaba hacia la costa nervioso, mientras todos los botes de El Retiro dibujaban un camino invisible sobre el agua, yendo y viniendo desde la playa hasta la embarcación.
No era necesario preguntar cuánto faltaba, ya que a medida que la bodega se iba llenando, podían tener una estimación de cuánto restaba evacuar del campamento. Pero la real preocupación de Antoine no eran las mercancías, al galo le inquietaba la evacuación de los hombres en primer lugar, pero por otro lado también se encontraban los cañones.
Para poder defender el campamento de un ataque desde el mar, casi la mitad de los cañones habían sido desembarcados para atrincherarse alrededor del perímetro de la costa. Lo cual dejaba a El Retiro en condiciones vulnerables, no solo por haber perdido la mitad del poder de fuego. Al tener que cargar las mercancías que llegaban de la playa, debían permanecer en una posición fija, y en caso de ser sorprendidos por otra nave, comenzarían a maniobrar con lentitud hasta que lograran estar en pleno movimiento.
Todo esto hacía que Favre odiara la situación en la que se encontraban.
Debajo de ellos, en las cubiertas inferiores, se oía el ruido de los hombres manipulando los pertrechos, estibándolos en sus posiciones en la bodega cuidadosamente para balancear el peso total de la nave.
Súbitamente el silbido llegó a él desde la cofa en lo alto del palo mayor, el vigía había dado la señal de alerta. Para el galo fue obvio, no necesitó observar hacia arriba para comprender de dónde se avecinaba el peligro. Giró sin levantar la vista hacia el centinela que había dado la alarma, y miró directamente hacia el extremo opuesto de la bahía.
A pesar de la oscuridad, la silueta del Mauritius se podía divisar claramente. La nave holandesa se desprendía de la costa, adentrándose en la parte más profunda de la bahía, donde podría maniobrar con mayor facilidad.
A sus espaldas una voz interrumpió el trance:—Debo enviar a los hombres a los cañones, eso reducirá drásticamente la velocidad a la cual acomodamos la carga—
Favre giró para mirar al oficial. Nock era uno de los tripulantes más antiguos de El Retiro, conocía a Edward casi tanto como se conocía a sí mismo. Era robusto, de hombros anchos y estatura un poco por debajo del promedio. Su pelo comenzaba a tener mechones platinados, que develeban sutilmente su edad.
El galo respondió a Nock:—Si no resistimos la lucha aquí en la bahía, poco importa la carga, y quienes están en la playa estarán condenados.—
El galo volvió a girar para observar a la nave holandesa que ahora viraba sutilmente para dirigirse hacia ellos. Liam Nock dio un paso adelante y se puso junto a Favre, ambos permanecieron algunos segundos en silencio hasta que un ruido los interrumpió.
Una detonación se oyó desde la playa, esta vez Antoine alzó su vista hacia el palo mayor y gritó:—¡¿De dónde proviene esa explosión?! —
La respuesta del vigía llegó apenas audible pero clara, mientras señalaba a la costa:—¡Los cañones en el límite del campamento!¡Hay hombres saliendo de la jungla!—
Favre comenzó a balbucear maldiciones en francés mientras a pasos acelerados se dirigía hacia el alcázar. Subiendo la escalinata para tomar su posición junto al timonel, ordenó a Nock:—Al diablo la carga, que los botes regresen a la playa y vuelvan con los hombres, no podremos contener a esos malditos durante mucho tiempo.—
Nock asintió, sin emitir una sola palabra se acercó a pasos acelerados hacia la barandilla de estribor donde algunos marineros se encontraban coordinando la descarga de varios toneles. En voz terminante dijo: —Que todos los botes regresen para evacuar a los hombres, lo que no se haya salvado está perdido.—
Los hombres asintieron y uno de ellos asomó su cuerpo por sobre la barandilla para gritar y replicar la orden a los botes que se encontraban amarrados junto al casco de El Retiro. Rápidamente las indicaciones se fueron replicando a lo largo de toda la hilera de botes que iba y venía desde la nave hasta la costa.
Nock volteó y se encaminó en dirección a la cubierta central. Luego descendió rápidamente la escalinata hasta adentrarse en la cubierta inferior. A medida que avanzaba, comenzó a dar indicaciones a los tripulantes:—¡Vamos señores, no tenemos toda la noche! ¡La carga puede esperar, ahora todos a los cañones maldita sea!—
Mientras Nock alzaba su voz para guiar a los artilleros, el ruido y las detonaciones del combate en la costa llegaban a él, ahora de manera más clara y constante.
Los hombres se agolpaban en la galería de tiro, manipulando los cañones para alistarlos. Los quejidos y sonidos de las poleas comenzaban a generar el clima pre combate que carga de adrenalina a los marinos.
Nock tomó su posición detrás de una de las culebrinas, dando algunas instrucciones para que el resto de la cuadrilla que manipulaba el cañón ajustara las cuñas que permiten elevar o descender el ángulo del arma.
Mirando por la tronera, pudo observar con mucha nitidez la silueta del Mauritius avanzando hacia ellos, esta vez ladeándose levemente y comenzando a mostrar sus cañones de babor. A medida que la nave completaba el giro, las troneras se fueron abriendo una tras otra.
Nock comenzó a calcular cuantos cañones tenían, llegó a la conclusión que estaban empatados. Si hubieran tenido todas las culebrinas a bordo, El Retiro arrasaría en unas pocas andanadas la nave holandesa.
Mientras calculaba la distancia entre ambas naves, pudo ver el destello de una de las troneras, y el primer disparo del Mauritius hizo elevar una columna de agua justo por delante de ellos.
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Lee El Llamado del Ocaso (Fragmento 1° al 300°) desde el Fragmento N°1⠀
Habían recorrido rápidamente la distancia que los separaba del campamento holandés. Durante todo el trayecto a través de la jungla, tanto Umbukeli como Edahi evitaron hablar o emitir cualquier tipo de sonido. A pesar de sus diferentes orígenes, el primero somalí y el segundo un nativo proveniente de lo más recóndito del nuevo mundo, compartían ciertas similitudes.
Ninguno cargaba pistolas o espadas, el “clic” metálico que produce un arma al bambolearse mientras se adentraban en la espesura podría haber alertado a algún guardia o centinela. Compartían nociones similares del sigilo.
Solo portaban una daga cada uno, envuelta en sus ropas, para evitar el impacto contra la hebilla de sus cinturones o cualquier otro hipotético ruido. Ambos tenían una manera elegante y peculiar para avanzar por la selva, como si sus pies no tocaran realmente el suelo, contorsionando sus cuerpos para evitar romper una rama o esquivar un arbusto. Lo cual era aún más sorprendente para el somalí, que casi doblaba en peso y contextura a Edahi.
Lentamente desaceleraron el ritmo, realizando pequeños pasos para detenerse a oír algunos segundos antes de dar el próximo. Por el sonido de los botes con sus remos chapoteando en el agua, podían determinar con exactitud a qué distancia estaban de la playa y el punto que los holandeses habían elegido para desembarcar.
Frente a ellos se abría un pequeño claro, era una zona plana que penetraba un poco en la jungla y la vegetación se reducía notoriamente, permitiendo maniobrar con mayor facilidad dentro de ese espacio.
Al aproximarse, pudieron notar que era lo que estaba ocurriendo en esa sección del campamento holandés. Varios hombres se agolpaban en el claro, sentados aguardando que alguien les indicara moverse. La gran mayoría se encontraba revisando sus sables, cuchillos o pistolas. A la luz tenue de la luna, no quedaba duda alguna de que se estaban preparando para algo.
Edahi tocó sutilmente el hombro de Umbukeli y con su dedo indicó hacia la costa para que observara.
Una lancha acaba de llegar desde el Mauritius, una docena de sujetos saltaron a la playa y comenzaron a avanzar hacia el claro. Desde otra sección del campamento, una figura se acercó, intercambió algunas palabras con los recién llegados, luego giró y se dirigió también en dirección hacia el claro, a la cabeza del grupo de los marinos recién arribados de la nave holandesa.
A medida que se aproximaban, ambos reconocieron al sujeto que iba al frente, era el joven oficial Hein.
Umbukeli volteó y mirando a Edahi asintió con su cabeza. No necesitaban observar más, debían volver al campamento de inmediato. Ambos comenzaron a replegarse lentamente hacia el interior de la selva nuevamente, alejándose poco a poco del claro.
En cuanto el ruido del campamento holandés se hizo difuso, Umbukeli comenzó a acelerar el paso, seguido de cerca por Edahi. En pocos minutos, seguros de que se encontraban lo suficientemente lejos de los holandeses, se encontraban corriendo a toda velocidad hacia el campamento.
Al aproximarse, notaron que los planes de evacuar la playa estaban en plena ejecución. Un bullicio general se percibía a la distancia, podían oírse las voces de los hombres coordinandose en la oscuridad, acompañado del ruido de los toneles y cofres apilandose a medida que que los marineros los apilaban para subirlos a los botes.
Al emerger de la jungla, Edahi se topó con unos de los centinelas del campamento, si no hubiese sido por Umbukeli que tomó el brazo del marinero en cuanto este alzó su mosquete para disparar, habría fulminado al nativo. Al reconocerlos, el tripulante de El Retiro suspiró maldiciendo: —¡Casi les vuelo los sesos, malditos!—
Sin prestarle mucha atención, Umbukeli soltó el brazo del joven y dijo a Edahi: —Informale a Edward, dile que tal vez tenemos quince minutos, veinte a lo sumo. Yo me quedaré aquí con los cañones—
Edahi asintió y continuó corriendo en dirección a la tienda del capitán. A pesar de la marea de hombres que iban y venían de la playa transportando infinidad de pertrechos, logró barrer en pocos minutos toda la distancia hasta la tienda principal.
Al girar la lona de la entrada para ingresar, rápidamente percibió que no había cambiado mucho desde la última vez que había estado allí con Edward. La cama continuaba en el centro y tanto Fausto como Edward estaban inclinados junto a la litera. Megan continuaba recostada, ninguno de los muebles había sido retirado, todo estaba en perfecto orden.
—Capitán.— dijo Edahi.
Edward giró para observarlo, su rostro estaba preocupado y cansado. —¿Qué novedades hay?—dijo
—Quince, tal vez veinte minutos señor. Están preparando un ataque, como usted suponía.—
En voz baja pero audible, Edward dijo:—Maldita sea.—
Ignorando a Edahi, Edward giró hacia fausto—Debemos moverla igual, si no la evacuamos a El Retiro ahora no podremos hacerlo en medio de la batalla.—
Fausto se puso de pie, frotándose la frente indicó:—Comprendo la situación, pero esta fiebre repentina es muy alta, sumado a su estado delicado…—
Hubo una pequeña pausa. Edahi miraba confundido a Edward, luego giraba su cabeza para observar a Fausto. Ambos se miraban en silencio, como si uno no se atreviera a decirle la verdad al otro.
Fausto continuó:—No puedo garantizarte que sobreviva el traslado Edward, y aún si lo hiciera, tal vez no sobreviva siquiera un día abordo de El Retiro en estas condiciones.—
Terminantemente Edward respondió:—No hay alternativa, si no la movemos, quién sabe qué harán los holandeses si la capturan.—
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Comenzaron a moverse, el extraño grumete de rasgos asiáticos iba por delante del grupo. Inmediatamente por detrás, Hein dirigía a la veintena de hombres que conformaban ese frente de ataque.
En silencio, avanzaban por la selva costera. Piet intuyó que estaban caminando cerca del límite entre la selva y la playa, pero lo suficientemente jungla adentro para no ser vistos por quienes deambulaban por la costa. La brisa que se filtraba entre la vegetación y golpeaba su rostro, le permitía estimar que se encontraban a treinta o cuarenta pasos del mar.
Los únicos sonidos que se oían a medida que se acercaban al campamento inglés, era el crujir ocasional de alguna rama rota al ser pisada por un hombre, o el ruido de algún quejido de fatiga o fastidio.
Ante cada sonido, Hein podía notar como el grumete que iba por delante ladeaba su cabeza sutilmente, como intentando detectar el origen de dicho ruido, furioso porque el resto no pudiera mantener su silencio y sigilo. A pesar de la oscuridad, podía ver la luz nocturna filtrarse entre las copas de los árboles y arrojar sombras difusas sobre la espalda del extraño sujeto. No pudo evitar pensar que tenía una manera de moverse y caminar similar a la de un animal astuto, sinuoso y peligroso a la vez.
Lentamente, otro sonido fue emergiendo a medida que avanzaban, este era un sonido humano. Del campamento inglés brotaba un bullicio que llamó la atención de Piet. Hubiera esperado un relativo silencio en vez de tal alboroto. Al aproximarse aún más, se extrañó al no observar ninguna fogata o antorcha, una sobrecogedora oscuridad cubría las inmediaciones del campamento enemigo.
Luego, un frío sobrecogedor cubrió su espalda al percatarse de lo que estaba ocurriendo, habían anticipado sus movimientos y estaban abandonando la playa.
Alarmado, intentó alzar su mano y tomar del hombro al guía oriental, pero un ruido ensordecedor cubrió su alrededor y cegó sus sentidos.
En un instante, el guía estalló en mil pedazos al ser impactado casi de lleno por una lluvia de metralla y esquirlas. Su cuerpo desapareció en una nube espesa de sangre y sesos. A lo largo del borde del campamento, otros cinco cañones barrieron la oscuridad de la jungla acribillando a sus hombres.
La cercanía de los disparos hizo que el cuerpo de Hein se sacudiera y este cayó al suelo aturdido. Al intentar incorporarse, tambaleó y cayó de rodillas nuevamente. Sus ojos no lograban decodificar lo que estaba ocurriendo a su alrededor, sonidos confusos hacían eco en su mente y por más que intentaba no lograba aclarar su vista.
Con su mano izquierda tocó su rostro, y notó que una película acuosa cubría casi toda su cara. Se alarmó, creyendo que su rostro estaba desfigurado, pero al refregar su cara pudo comenzar a observar con mayor nitidez. No era su sangre. Al estallar en mil pedazos, los restos de guía cubrían su cuerpo de cabeza a pies, pero habían sido el escudo humano que lo salvó de ser alcanzado.
La claridad de sus ojos le devolvió la cordura y comenzó a percatarse que la situación estaba cambiando rápidamente. Ahora distinguía los sonidos de disparos de mosquetes y pistolas en dirección a la playa. Van Noort había tomado contacto con sus hombres, y luchaba en el frente principal de la costa.
Mientras se ponía de pie, Hein gritó:—¡Mauritius, de pie, enseñemosle nuestras espadas a esos malditos!—
Algunas voces se oyeron a su alrededor y una decena de hombres se acercó a Hein de entre los restos y cuerpos de los caídos por la metralla enemiga. Esta vez avanzó rápidamente la distancia que lo separaba de las posiciones inglesas, al emerger de la maleza apreció con mayor detalle el estado de la situación.
Luego de que él abandonara el campamento enemigo por la tarde, los ingleses habían girado parte de sus cañones y los habían desplazado hasta la línea de arbustos detrás de ellos para prevenir un ataque terrestre. Creyendo que la metralla había barrido por completo con ellos y gracias al ataque principal por la costa a cargo de Van Noort, pocos hombres quedaban para custodiar la retaguardia.
El primer enemigo apareció saltando frente a él desde una de las trincheras que rodeaba al cañón más próximo. El sujeto atacó frontalmente y a pesar de la corta distancia Piet pudo bloquear la estocada con su sable, en un movimiento rápido dejó que la inercia del inglés lo hiciera pasar a su lado y luego atravesó toda su espalda con un corte limpio a lo largo de su columna vertebral. El sujeto trastabilló dos pasos y luego cayó pesadamente con su pecho contra el suelo. En el breve instante que duró ese encuentro, varios de sus compañeros holandeses saltaron por sobre los sacos de arena que rodeaban los cañones y se adentraron en el campamento enemigo.
Siguiendo a sus hombres, Piet Hein cruzó las trincheras en busca de otro oponente. Al avanzar, no puedo evitar pensar que tan buen espadachín sería el capitán Edward Francis Gregor.
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Nuevamente, en un tono claro y acelerado, el oficial Hein dijo:—Disponen de varios cañones, llegué a contar doce. Todos apuntando en dirección al mar, presumo que cargados con proyectiles y no con metralla.—
—Esperemos que su presunción sea correcta oficial Hein.— arrojó Van Noort.
—Hay un tema más capitán.— dijo tibiamente el joven oficial.
Con un gesto de su cabeza, Olivier Van Noort le indicó que continuara.
—La nave de los ingleses se encuentra fondeada en la bahía, justo frente al campamento, podría darles cobertura en caso de que la necesitaran. Y en un duelo en igualdad de condiciones contra el Mauritius, presumo que será un hueso duro de roer.—
Asintiendo, el capitán Van Noort afirmó:—Usted mismo lo dijo oficial, en un duelo en igualdad de condiciones. Pero si hay doce cañones en tierra, eso quiere decir que faltan doce cañones sobre la cubierta de esa nave, lo cual inclina la balanza a nuestro favor.—
Mientras la conversación transcurría, la noche cayó sobre ellos. Como si fuera una obra de teatro coordinada hasta el más mínimo detalle, las lanchas del Mauritius llegaron a la playa en cuanto oscureció.
—¿Eso es todo oficial?— insistió Van Noort.
Hein asintió en silencio mientras observaba cómo los hombres que llegaban en silencio, se organizaban en el límite de la jungla donde la espesura evitaba que sean vistos incluso desde dónde ellos estaban.
—Pues bien, la información que nos trae no cambia los planes. Usted coordinará el grupo que se adentrará en la jungla y los atacará por detrás. Yo coordinaré el grupo principal que irá por el frente, los hombres que restan se mantendrán en el Mauritius e intentarán doblegar al galeón inglés, evitando que escapen.—
Durante varios minutos, Van Noort repasó el plan con Hein y los demás oficiales.Había varios detalles cruciales que debían darse para que el plan funcionara, pero a grandes rasgos todos quedaron satisfechos con las probabilidades de éxito.
Mientras el oficial Piet Hein se preparaba para la incursión, en su mente se arremolinaban diferentes ideas. Por un lado, sabía que reinaba cierto aire de optimismo y que eso era bueno para los hombres. Pero en gran medida ese optimismo se debía a que de la nada misma, se habían topado con la oportunidad de obtener una ganancia mínima en el último tramo de la travesía nefasta que habían emprendido.
Para Van Noort especialmente, no había muchas opciones. Al llegar a Rotterdam, con solo una nave sobreviviente de toda la flota que le fue asignada, y sin ningún tipo de mercancías de valor luego de recorrer todo el globo, los acreedores saltarían sobre él en cuanto pusiera un pie sobre tierra. Aunque pudiera afrontar sus deudas de una manera milagrosa, caería en la deshonra absoluta y jamás volvería a ser contratado como marino, y todos los tripulantes del Mauritius correrían la misma suerte. Un detalle no menor, era que a su vez jamás lograría que alguien le prestara dinero nuevamente. Ambas consecuencias combinadas, provocaban que la idea de morir en un intento de piratería contra una tripulación bien armada y descansada, no fuera tan descabellada.
Mientras revisaba su cinturón y constataba que su daga y sable se encontraban bien sujetas, Hein pensó: “En lo que respecta a mi, puedo alegar que obedecía órdenes, tal vez escapar a alguna colonia española si todo eso termina de manera indeseada…”
Un susurró interrumpió sus pensamientos, los hombres a su alrededor intercambiaban palabras en voz baja, hasta que el sujeto que se encontraba a su lado repitió el mensaje:—Una hora.—
Hein observó el cielo, algunas nubes dispersas decoraban el firmamento, la luna era casi imperceptible, apenas una fina rebanada de su figura total. Al inspeccionar la noche a su alrededor asintió: “Sí, casi una hora para la medianoche”.
Antes de erguirse, movió sus pies para sentir el suelo bajo sus botas. Respiró profundamente, y extendió una mano para tomar un puñado de arena. Comenzó a frotar las palmas de sus manos, cubriéndose de una fina capa. Le generaba serenidad ese pequeño ritual, a pesar de que la empuñadura de un sable tiene una superficie rugosa que permite un correcto agarre incluso cuando está mojado o cubierto de sudor o incluso sangre.
—Es hora.— dijo en voz baja.
A su alrededor, veinte siluetas que se encontraban sentadas sobre el suelo se pusieron de pie.
A paso firme, Hein giró y se dirigió a un grumete delgado y pequeño que se encontraba en el extremo más alejado del grupo y dijo:—Enséñanos el camino que rodea el campamento inglés.—
El grumete era de una contextura similar a la de un niño de gran porte, su piel era oscura, pero sin llegar a parecer a la de un nativo africano. Su padre era holandés, pero el color de su piel y los rasgos de su cuerpo provenían de su madre, seguramente una mujer nativa de alguna de las tantas colonias neerlandesas fundadas por la compañía alrededor del globo, tal vez Batavia . Su característica de poseer sangre mixta lo condenaban a la jerarquía más baja en la tripulación, tal vez de por vida.
En un acento extraño, el diminuto sujeto dijo:—Por aquí….en silencio.—
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Batavi, también llamada Betawi en el idioma local de la ciudad, era la capital de las Indias Orientales Neerlandesas. El área corresponde a la actual Yakarta. Batavia puede referirse a la ciudad propiamente dicha, así como a sus suburbios y al interior.
Batavia, año 1780. De Tropenmuseum, part of the National Museum of World Cultures, CC BY-SA 3.0,
¿Dónde se encuentra Batavia?
El área corresponde a la actual Yakarta. El establecimiento de Batavia en el sitio de la ciudad arrasada de Jayakarta por los holandeses en 1619 condujo a la colonia holandesa que se modernizó Indonesia tras la Segunda Guerra Mundial. Batavia se convirtió en el centro de la red comercial de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en Asia.
Batavia se encuentra en la costa norte de Java, en una bahía protegida, sobre un terreno llano formado por pantanos y colinas, y entrecruzado por canales. La ciudad consistía en dos centros: Oud Batavia, la parte más antigua de la ciudad; y la ciudad relativamente nueva situada en el terreno más alto al sur.
Batavia fue una ciudad colonial durante unos 320 años, hasta que en 1942 las Indias Orientales Neerlandesas cayeron bajo la ocupación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. Durante la ocupación japonesa y de nuevo después de que los nacionalistas indonesios declararan su independencia el 17 de agosto de 1945, la ciudad pasó a llamarse Yakarta. Después de la guerra, la ciudad siguió siendo reconocida internacionalmente bajo su nombre neerlandés, hasta que en 1949 se logró la independencia total de Indonesia, de ahí que la ciudad pasara a llamarse Yakarta.
Batavia y la Compañía de las Indias Orientales Neerlandesas
Los mercaderes de Ámsterdam se embarcaron en una expedición al archipiélago Indias Orientales en 1595, bajo el mando de Cornelis de Houtman. La expedición llegó a Bantén, capital del Sultanato de Banten, y Jayakarta en 1596 para comerciar con especias. El primer viaje de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales en 1602, comandado por Sir James Lancaster, llegó a Aceh y zarpó hacia Bantam. Allí se le permitió construir un puesto de comercio que sirvió como centro del comercio inglés en Indonesia hasta 1682.1:29.
El gobierno holandés concedió un monopolio sobre el comercio asiático con la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en 1602. Un año más tarde, el primer puesto comercial permanente de los Países Bajos en Indonesia se estableció en Bantam, Java Occidental. En 1610, el príncipe Jayawikarta concedió permiso a los comerciantes holandeses para construir una godown de madera y casas en la orilla este del río Ciliwung, frente a Yakarta. Este puesto se estableció en 1611.
A medida que el poder neerlandés aumentaba, Jayawikarta permitió a los ingleses construir casas en la orilla oeste del río Ciliwung, así como un fuerte cerca de su puesto en la aduana, para mantener las fuerzas equilibradas.
Las tensas relaciones entre el príncipe Jayawikarta y los holandeses se intensificaron en 1618, y los soldados de Jayawikarta asediaron la fortaleza holandesa, que contenía a los almacenes Nassau y Mauricio. Una flota inglesa de 15 barcos llegó bajo el liderazgo de Sir Thomas Dale, un comandante naval inglés y exgobernador de Virginia. Después de una batalla marítima, el recién nombrado gobernador neerlandés, Jan Pieterszoon Coen, escapó a las Molucas para buscar apoyo. Los holandeses ya habían tomado el primer fuerte portugués en 1605. Mientras tanto, el comandante de la guarnición holandesa, Pieter van den Broecke, junto con otros cinco hombres, fue arrestado durante las negociaciones, ya que Jayawikarta creía que había sido engañado por los holandeses. Más tarde Jayawikarta y los ingleses formaron una alianza.
El ejército neerlandés estaba a punto de rendirse a los ingleses cuando, en 1619, Banten envió un grupo de soldados para convocar al príncipe Jayawikarta. El acuerdo de amistad de Jayawikarta con los ingleses fue sin la aprobación previa de las autoridades bantennesas. El conflicto entre Banten y el príncipe Jayawikarta, así como la tensa relación entre Banten y los ingleses, presentó una nueva oportunidad para los holandeses. Coen regresó de las Molucas con refuerzos el 28 de mayo de 1619 y arrasó Jayakarta el 30 de mayo de 1619, expulsando así a su población.
El príncipe Jayawikarta se retiró a Tanara, lugar de su muerte, en el interior de Banten. Los holandeses establecieron una relación más estrecha con Banten y asumieron el control del puerto, que con el tiempo se convirtió en el centro de poder neerlandés en la región.
“Al correr la cortina, tu madre me recibió recostada con una leve sonrisa. Tu parto no fue sencillo, luego de que llegaras a este mundo la fiebre invadió el cuerpo de Megan, y a pesar de que con el correr de los días parecía recuperarse, cada mejora era seguida de periodos de fiebre intensa. Jamás pudo abandonar su lecho y ese era uno de los motivos por el cual nos vimos obligados a repostar en el cabo.
—¿Cómo te encuentras querida?— pregunté de manera pausada y clara.
Ella sonrió nuevamente, esta vez de manera más intensa, pero luego sus ojos se cerraron y volvió a caer en un sueño profundo.
—Estuvo consciente algunos minutos a primera hora de la mañana capitán, y desde ayer no ha tenido más fiebre.— comentó Fausto a mis espaldas mientras acomodaba un paño húmedo sobre la frente de Megan.
Detrás de mí escuche pasos, al girar Favre se encontraba de pie en la entrada de la tienda.
—Así es, ¿has terminado con el oficial holandés?— pregunté.
En silencio Antoine asintió.
—¿Cuáles te han parecido sus intenciones Antoine?—
Favre respondió sin dudarlo:—La mirada de ese tal Hein dice mucho más de lo que sus palabras permiten entender. Si bien mostró interés por las provisiones y la ayuda que podemos brindarle, sus ojos parecían más preocupados por examinar nuestras armas, el perímetro y nuestros hombres.—
Maldiciendo por dentro dije:—Como lo sospechaba.—
—Intentó hacer algunas preguntas respecto a la cantidad de hombres que podrían ayudar a cargar las provisiones al Mauritius, pero al ver que comenzaba a sospechar sus intenciones, abandonó rápidamente el tema y volvió a hacer preguntas triviales sobre la cantidad de agua dulce y alimentos que podríamos disponer.— completó el galo.
—¿Qué opinas?— consulté.
Encontrándose de hombros, Antoine cruzó sus brazos y dijo:—Estos hombres están desesperados capitán, hay algo de verdad en ello, desconozco el motivo pero veo hambre y angustia en sus miradas. Por algún motivo. se encuentran al borde de sus recursos, y temo que la desesperación pueda hacer que cometan un acto de estupidez.—
—Ve al punto Antoine.— arrojé.
El galo suspiró profundamente, luego dijo:—En fin, sospecho que nos atacarán si les damos un momento de vulnerabilidad, y si fuera ellos aguardaría a dos momentos cruciales. O bien puede ser en cuanto debamos desmantelar nuestras defensas para cargar los cañones de tierra a El Retiro, o en cuanto hagamos el intercambio de provisiones. Probablemente de noche para compensar la inferioridad numérica, si es que es verdad que son solo sesenta tripulantes, cosa que dudo mucho capitán—
Pensativo dije:—Imaginaba algo similar.—
Comencé a caminar por la tienda mientras pensaba en nuestras próximas decisiones.
—Antoine, ¿cuánto crees que tardaríamos en volver a cargar todo a bordo si de ello dependiera nuestra vida?— consulté.
Favre abrió su boca para responder, pero antes de que una palabra emergiera lo interrumpí.
—Comienza a cargar las provisiones en cuanto anochezca, sin antorchas, todo debe ser en el más absoluto silencio y oscuridad. Comienza por el té, las especias y todo lo que hicimos descender para reacomodar la bodega. Deja para el final los cañones, puede que los necesitemos en algún momento de la noche.—
El galo asintió diciendo:—Creo que es la mejor decisión capitán, solo en caso de que hayamos malinterpretado los movimientos de nuestros vecinos, podemos dejar las provisiones prometidas en tierra al momento de partir. Y de ese modo no faltaríamos a nuestra palabra.—
—Correcto, procede de ese modo. Una cosa más Antoine, te necesito en El Retiro para cubrirnos en caso de que sea necesario, y para cuidar de Megan y Aidan mientras yo dirijo a los hombres aquí en la playa.—
—Delo por hecho capitán, impartiré las órdenes e iré inmediatamente a El Retiro para tomar el control del mismo.—
—Perfecto, si ves a Umbukeli llámalo, quiero hablar con él lo más pronto posible.— dije para concluir.
Favre asintió y giró para salir de la tienda.
Mientras meditaba rápidamente sobre el estado de la situación, la voz de Fausto volvió a interpelarme.
En voz baja el médico se dirigió a mí—Capitán, en este estado la Srta Megan necesitará reposo en tierra rápidamente, su condición se deteriorará si debiera pasar una o dos semanas en altamar.—
—Lo sé, en cuanto cambiemos rápidamente de posición podremos volver a tierra algunos días. Por lo pronto necesitaré que prepares el traslado de Megan y Aidan a mi camarote en la nave.—
—Como ordene capitan.— afirmó Fausto.
Mientras ayudaba al médico a preparar la camilla para el traslado de Megan, Umbukeli ingresó en la tienda diciendo:—La mitad de los cañones se encuentran cargados con metralla y apuntan tierra adentro capitán. Favre me ha indicado que desea verme.—
—Así es, necesito que tú y Edahi hagan una pequeña tarea en cuanto oscurezca. Deben montar guardia en las inmediaciones del campamento de los holandeses e informarme de cualquier movimiento extraño, trata de averiguar cuántos son y cualquier información relevante.—
—Cómo ordene capitán.— sin más palabras el somalí giró y salió a paso acelerado de la tienda.”
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A medida que se acercaba de nuevo al Mauritius, Piet Hein repetía constantemente en su cabeza los datos de vital importancia que acababa de memorizar.
A unos cien pasos, logró ver que ya habían desembarcado varios de sus compañeros y que sobre la jungla costera se estaba montando un improvisado campamento. Justo en el perímetro de la vegetación, se encontraba de pie el capitán Olivier Van Noort discutiendo con otro de sus oficiales.
Al verlo aproximarse, interrumpió la charla con el oficial y giró para enfrentar a Hein, sin ningún preámbulo preguntó:—¿Y bien? ¿Cuántos hombres tienen esos malditos?—
Procesando…
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