Lee El Llamado del Ocaso desde el Fragmento N°1⠀
Hay sucesos que no deben estar asociados a la vida de un soldado. Ciertos eventos son disociados a la hora de relatar historias sobre héroes y valientes. Es poco común oír respecto a las traiciones, los miedos, o los desaciertos de grandes guerreros a lo largo de la historia.
O al menos eso pensaba Roos Vermeulen mientras se adaptaba a la convivencia con los marineros de El Retiro.
Antes de que su oficial se rindiera, Roos, junto a sus amigos Lievin y Gijs, estuvieron a punto de continuar el combate, antes de que el resto de la tripulación holandesa arrojara sus armas y se entregara a sus contrincantes.
Desde ese entonces, Roos había intentado en varias ocasiones fomentar el espíritu de rebelión de sus compañeros Pero amargamente se percató que según avanzaban los días, sus camaradas cada vez fraternizaban más con sus captores.
Particularmente le repugnaba la actitud de su oficial. Roos odiaba con toda su alma al oficial Jameson. Solía decir: “Ese viejo cobarde de Jameson nos ha convertido en una burla de toda la flota, desertores sin honor.”
Mientras la tormenta se desataba afuera, Roos compartía una pequeña tienda junto a Lievin, un grumete joven y de cabello cobrizo, de apenas diecisiete años, y junto a Gijs, un viejo cocinero que se había enrolado en El Mercurio hacía ya varios años.
Los tres extendían sus manos hacía la fogata que ocupaba el centro, mientras Roos decía:—Yo mismo cortaré el cuello de Jameson la noche que escapemos.—
En las últimas semanas, Roos había desistido en sus planes, en parte porque el resto de sus camaradas no compartía su punto de vista. Y en por otro lado porque él mismo se había percatado que ahora era vigilado por el francés al que los demás llamaban Favre.
El galo tal vez intuía sus intenciones, y ahora lo mantenía sutilmente vigilado en persona, o por medio de un negro de proporciones gigantes, llamado Umbukeli.
—Pero lo que más me avergüenza.— continuó Roos, —es no poder aniquilar con mis propias manos a la perra que acabó con la vida de nuestro capitán. Esa maldita ramera, si tan solo pudiera tenerla unos minutos a solas con mi daga y ese delicado cuerpo…—
Gijs y Lievin asentían mientras él continuaba hablando.
—Esa maldita niña asesinó a su padre enfrente de todos nosotros, y nadie hace nada para ajustar las cuentas.—
Roos era algo idealista, se había enrolado a la compañía con el propósito de ser enviado a las zonas más recónditas del globo, en busca de fortuna, y gloria. Cuando logró ser destacado bajo el mando del vice almirante Hein Piet, se llenó de orgullo, y creyó que ello marcaría una gran carrera para él.
—Cuando cuenten nuestra historia.— dijo mirando a sus dos compañeros.
—No dirán que Hein murió cobardemente asesinado por su propia hija y traicionado por sus propios hombres mientras su cadáver aún estaba tibio.—
Gijs y Lievin se acercaron más al fuego, las llamas iluminaron sus ojos abiertos prestando máxima atención a las palabras de Roos.
Este prosiguió:—Cuando cuenten nuestra historia, dirán como un puñado de hombres logró vengar la muerte del viejo Hein, limpiando su nombre, y derramando la sangre de aquellos que lo traicionaron.—
—!¿Y qué haremos?!— dijo Lievin, era mucho más joven y entusiasta que Gijs, y Roos se aprovechaba de esa energía que caracterizaba al muchacho.
—Primero baja la voz.— respondió Roos.
Hubo una pausa de silencio, al percatarse que solo el sonido de las llamas chamuscando los leños y su respiración era la único que oían, dijo:— Tengo un plan, pero escuchen con cuidado, debemos ser inteligentes y tener paciencia, ese francés sospecha algo.—