Fragmento N°316

El Filo del Tiempo

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Habían recorrido rápidamente la distancia que los separaba del campamento holandés. Durante todo el trayecto a través de la jungla, tanto Umbukeli como Edahi evitaron hablar o emitir cualquier tipo de sonido. A pesar de sus diferentes orígenes, el primero somalí y el segundo un nativo proveniente de lo más recóndito del nuevo mundo, compartían ciertas similitudes.

Ninguno cargaba pistolas o espadas, el “clic” metálico que produce un arma al bambolearse mientras se adentraban en la espesura podría haber alertado a algún guardia o centinela. Compartían nociones similares del sigilo.

Solo portaban una daga cada uno, envuelta en sus ropas, para evitar el impacto contra la hebilla de sus cinturones o cualquier otro hipotético ruido. Ambos tenían una manera elegante y peculiar para avanzar por la selva, como si sus pies no tocaran realmente el suelo, contorsionando sus cuerpos para evitar romper una rama o esquivar un arbusto. Lo cual era aún más sorprendente para el somalí, que casi doblaba en peso y contextura a Edahi.

Lentamente desaceleraron el ritmo, realizando pequeños pasos para detenerse a oír algunos segundos antes de dar el próximo. Por el sonido de los botes con sus remos chapoteando en el agua, podían determinar con exactitud a qué distancia estaban de la playa y el punto que los holandeses habían elegido para desembarcar. 

Frente a ellos se abría un pequeño claro, era una zona plana que penetraba un poco en la jungla y la vegetación se reducía notoriamente, permitiendo maniobrar con mayor facilidad dentro de ese espacio.

Al aproximarse, pudieron notar que era lo que estaba ocurriendo en esa sección del campamento holandés. Varios hombres se agolpaban en el claro, sentados aguardando que alguien les indicara moverse. La gran mayoría se encontraba revisando sus sables, cuchillos o pistolas. A la luz tenue de la luna, no quedaba duda alguna de que se estaban preparando para algo.

Edahi tocó sutilmente el hombro de Umbukeli y con su dedo indicó hacia la costa para que observara.

Una lancha acaba de llegar desde el Mauritius, una docena de sujetos saltaron a la playa y comenzaron a avanzar hacia el claro. Desde otra sección del campamento, una figura se acercó, intercambió algunas palabras con los recién llegados, luego giró y se dirigió también en dirección hacia el claro, a la cabeza del grupo de los marinos recién arribados de la nave holandesa.

A medida que se aproximaban, ambos reconocieron al sujeto que iba al frente, era el joven oficial Hein.

Umbukeli volteó y mirando a Edahi asintió con su cabeza. No necesitaban observar más, debían volver al campamento de inmediato. Ambos comenzaron a replegarse lentamente hacia el interior de la selva nuevamente, alejándose poco a poco del claro.

En cuanto el ruido del campamento holandés se hizo difuso, Umbukeli comenzó a acelerar el paso, seguido de cerca por Edahi. En pocos minutos, seguros de que se encontraban lo suficientemente lejos de los holandeses, se encontraban corriendo a toda velocidad hacia el campamento.

Al aproximarse, notaron que los planes de evacuar la playa estaban en plena ejecución. Un bullicio general se percibía a la distancia, podían oírse las voces de los hombres coordinandose en la oscuridad, acompañado del ruido de los toneles y cofres apilandose a medida que que los marineros los apilaban para subirlos a los botes.

Al emerger de la jungla, Edahi se topó con unos de los centinelas del campamento, si no hubiese sido por Umbukeli que tomó el brazo del marinero en cuanto este alzó su  mosquete para disparar, habría fulminado al nativo. Al reconocerlos, el tripulante de El Retiro suspiró maldiciendo: —¡Casi les vuelo los sesos, malditos!—

Sin prestarle mucha atención, Umbukeli soltó el brazo del joven y dijo a Edahi: —Informale a Edward, dile que tal vez tenemos quince minutos, veinte a lo sumo. Yo me quedaré aquí con los cañones—

Edahi asintió y continuó corriendo en dirección a la tienda del capitán. A pesar de la marea de hombres que iban y venían de la playa transportando infinidad de pertrechos, logró barrer en pocos minutos toda la distancia hasta la tienda principal.

Al girar la lona de la entrada para ingresar, rápidamente percibió que no había cambiado mucho desde la última vez que había estado allí con Edward. La cama continuaba en el centro y tanto Fausto como Edward estaban inclinados junto a la litera. Megan continuaba recostada, ninguno de los muebles había sido retirado, todo estaba en perfecto orden.

—Capitán.— dijo Edahi.

Edward giró para observarlo, su rostro estaba preocupado y cansado. —¿Qué novedades hay?—dijo

—Quince, tal vez veinte minutos señor. Están preparando un ataque, como usted suponía.—

En voz baja pero audible, Edward dijo:—Maldita sea.—

Ignorando a Edahi, Edward giró hacia fausto—Debemos moverla igual, si no la evacuamos a El Retiro ahora no podremos hacerlo en medio de la batalla.—

Fausto se puso de pie, frotándose la frente indicó:—Comprendo la situación, pero esta fiebre repentina es muy alta, sumado a su estado delicado…—

Hubo una pequeña pausa. Edahi miraba confundido a Edward, luego giraba su cabeza para observar a Fausto. Ambos se miraban en silencio, como si uno no se atreviera a decirle la verdad al otro.

Fausto continuó:—No puedo garantizarte que sobreviva el traslado Edward, y aún si lo hiciera, tal vez no sobreviva siquiera un día abordo de El Retiro en estas condiciones.—

Terminantemente Edward respondió:—No hay alternativa, si no la movemos, quién sabe qué harán los holandeses si la capturan.—

Procesando…
¡Lo lograste! Ya estás en la lista.

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