Ahora que me acerco, comienzo a tener miedo.
Es extraño, mi mente da vueltas en círculos alrededor de recuerdos. No estuve allí, pero tampoco debí entrometerme en su vida privada, ni en la de él y ni en la de su familia.
Pero lo siento cerca, realmente lo siento, como si estuviera allí, como si estuviera acá, como si fuera parte de mí. Como si realmente nos conociéramos.
La crudeza de sus palabras, el realismo con el que describe algunas situaciones, y las anécdotas familiares que utiliza para llegar a los suyos, me hacen creer que lo conozco, que compartí un almuerzo un domingo con él, que charlamos de la universidad, de nuestros trabajos o del clima.
Jamás lo ví, pero desde el momento en el que recibí la última, supe que debía hacer lo que ahora me encuentro a punto de hacer. Al principió no tuve claro de dónde provino el error, pero cuando llegó la última, supe que debía encontrarla.
Cuando llegó la primera, la abrí instintivamente. Me acuerdo que me la encontré un día cuando llegaba de la calle, había salido a comprar algunas cosas al almacén y la ví tirada en el suelo del lado de adentro en cuanto abrí la puerta. Mientras caminaba hacia la cocina, tironeando con la bolsa de las compras, logré abrirla y al comenzar a leerla me llamó la atención como iniciaba:
“Islas Malvinas 8 – 5 – 82”.
Se me heló el corazón, no sé bien cómo, pero la bolsa se me cayó al suelo. Con indecisión, la di vuelta, buscando cualquier dato que me ayudara a entender lo que estaba ocurriendo. En una fracción de segundo miles de ideas cruzaron mi mente a una velocidad escalofriante: “tal vez es el familiar de algún vecino que está en las islas” , “¿Algún compañero del colegio que decidió escribirme a mí en vez de a su familia?”, “Seguro es una mala noticia”.
Pero mi ansiedad encontró respuesta al ver los datos del destinatario, el cual recitaba con letra clara y prolija:
“Gladys Cisneros
Alvear 1230, Bragado, Buenos Aires
CP 6640”
Bragado es una ciudad chica, pero eso no implica que todos conozcamos a todos. Como en otras ciudades, hay dos calles Alvear, Marcelo Torcuato de Alvear y Torcuato Antonio de Alvear. Yo vivo en Marcelo Torcuato de Alvear 1230, que es la más conocida y céntrica de las dos calles (como pasa generalmente entre las dos “Alveares”). Tal vez por desgano, o por sentido común, o incluso tentando al azar, el cartero decidió dejarla en mi dirección y no en la otra “Alvear”.
Recuerdo las cosas que decía esa carta, Juan. Contabas cosas muy triviales, seguro para tranquilizar a tu mamá, Gladys. Narrabas cómo eran tus amigos en las islas, los lugares de donde cada uno provenía, las cosas que charlabas con ellos y como compartían el tiempo juntos. Esa carta me robó una sonrisa. Te imaginé, sin conocerte, supuse que eras morocho, tal vez alto, con una sonrisa, pero de mirada tosca, campechana, como cualquiera de los chicos que me cruzo por acá en el barrio.
Terminabas la carta mandandole un saludo a tu mama, a Gladys, asegurándole que no tenías frío, ni hambre, y que estabas bien, que pronto ibas a volver.
Ese día cometí el mayor de los egoísmos, tenía algunas cosas para hacer, estaba por oscurecer, y decidí recién al otro día intentar ir hasta el otro lado de la ciudad, hasta la otra “Alvear” y encontrar a Gladys para darle la carta de su hijo Juan.
A la mañana siguiente, me desperté temprano e hice algunas cosas en casa. Piqué algo antes de salir, tomé tu carta y encaré hacia la puerta. Había dejado esa primera carta sobre la mesa, doblada con la mayor de las delicadezas, lista para ser entregada a alguien que la estaba esperando, a alguien que realmente necesitaba esas palabras. Cuando dí algunos pasos hacia la puerta, frené en seco.
Había cuatro cartas por debajo de la puerta. Me agaché para tomarlas y leer el remitente, las primeras tres eran tuyas, tu letra prolija y delicada indicaba: “Juan Cisneros”.
¿Habrás sido un buen alumno? Es común pensar que a los que tienen buena letra les fue bien en la escuela.
La última tenía otro estilo, una caligrafía sobria y recta, la cuarta decía:
“Gonzalo Vallejos
(amigo de Juan)”
Con las cartas en la mano, dí algunos pasos hacía atrás y me senté en la silla que tenía más cerca junto a la mesa. Puse las cinco cartas sobre la mesa, la primera, que ya estaba abierta, y las otras cuatro. “¿Quién es Gonzalo?, ¿por qué escribe por vos?, ¿qué dice esa carta?”.
A pesar de que la respuesta evidente comenzaba a incomodarme en lo profundo de la cabeza, intente evadir esa idea. Nerviosamente las ordené por orden cronológico.
Era 10 de junio, el día que llegaron las cuatro juntas. Al ordenarlas por fechas, me dí cuenta que le mandabas casi una carta por semana a tu mamá, ¿Qué más se te podía pedir?, en medio de todo eso, tomarte el tiempo para escribir una vez por semana.
Pero la idea asomó con fuerza cuando, al ordenarlas, la de Gonzalo quedó última. Era de hace una semana casi:
“Islas Malvinas 2 – 6 – 82”.
Te pido disculpas Juan, el dolor me hizo abrirla. No tenía excusas, no tenía explicación, pero no soportaba la idea de que esa carta tuviera esa noticia, necesitaba saberlo.
¿Duele menos una noticia cuando uno sabe que va a recibirla?, ¿Puede mitigar el dolor saber que los peores miedos son realidad?
Gonzalo era tu amigo, lo mencionaste en la primera carta. No lo dice en ningún lado, pero me gusta pensar que él eligió escribirle a tu familia, que lo sintió como una responsabilidad, un deber, un favor que se harían los amigos.
¿Se puede extrañar a alguien sin conocerlo?, ¿Se puede sentir el dolor de una pérdida sin jamás haber abrazado? ¿O sin conocer el tono de voz de la persona? ¿Sin haberla visto sonreír?
En pocas líneas, Gonzalo trataba de contener la tristeza de Gladys (¿Es posible hacer eso?). Él se describía como tu amigo, no se guardó palabras para resaltar el refugio que significó para él tu amistad en el medio de ese infierno.. Creo que esa vez fue la primera vez que creí en la palabra “valiente” al leerla sobre un papel. Él decía que lo fuiste, ¿Por qué no habría de creerle?
Si iba a llevarles esas cartas a tu mamá, necesitaba saber la historia, necesitaba comprender lo ocurrido. Tal vez era un intento mío, un intento inutil, en busca de encontrar en las demás cartas las palabras necesarias para contarle a Gladys.
Dejé la última carta, la de Gonzalo, sobre la mesa. Levanté la segunda, iba a leerlas por orden cronológico. Al comenzar a abrirla una idea desgarradora cruzó por mi mente, ¿qué diría mi vieja si le llegara una carta diciéndole que desde ahora no podría charlar más conmigo? ¿Cómo aceptaría la idea de saber que ya no habría más mates entre nosotros? no habría más almuerzos los domingos, ni respuestas a la pregunta “¿Cómo te está yendo en la facu?”
Cerré los ojos y me detuve, la sola idea de pensar lo que sentiría Gladys, mi mamá, o cualquier otra mamá, me hizo pedazos.
Respiré profundo, y con la manga me sequé los ojos vidriosos.
Traté de leerlas todas sin pensar, rápido, sin darle espacio o tiempo a mi mente de poder conjeturar o reflexionar, sin darle lugar a la emoción. Fue imposible.
Sentía odio, rabia, impotencia, quise romper la mesa, pero con una sonrisa tragicómica recordé que me la había regalado mi papá. Detuve el pie antes de patearla. No tenía certeza, pero algo me decía que yo casi tenía tu misma edad. La manera en la que hablabas, las palabras que usabas, algo me lo decía.
A mi me tocaba estar leyendo tus cartas, a vos te tocó no estar, ¿era eso justo?.
Muy despacio, las fui acomodando y traté de que quedaran todas lo más prolijas posibles. Se notaba que estaban abiertas, pero quería entregarlas lo más intactas que se pudiera. Las apilé en orden, agarré mi campera y las puse en el bolsillo de adentro.
La otra “Alvear”, Torcuato Antonio de Alvear, quedaba bastante lejos de mi casa, casi al otro lado de la ciudad (tal vez fue un intento para que la gente no las confundiera, hubiese sido más fácil cambiarle el nombre). Normalmente hubiese agarrado la bicicleta, pero comencé a caminar.
Decidí aprovechar el tiempo que tenía para ordenar un poco mis ideas, ¿Cómo iba a hacer lo que no tenía claro que iba a hacer?. Las primeras cuadras me debatía entre dejar las cartas por debajo de la puerta o tocar el timbre para entregarlas personalmente. Ese debate no prosperó mucho, traté de pensar: ¿Qué dirías vos, ¿Qué diría Gonzalo? ¿Qué pensarían de mí si las hubiese dejado fríamente por debajo de la puerta de Gladys? ¿Se puede ser tan cobarde al lado de tan valientes?.
Cuando la idea de entregarlas en persona fue una realidad para mí, comencé a pensar en cómo podía hacerlo. ¿Qué le hubiese gustado a tu mama que le diga? ¿Qué te gustaría que le diga alguien en ese momento tan difícil?.
Recordé que en todas le decías que estabas bien, que no tenías miedo, que estabas con tus amigos. ¿Serviría de algo decirle eso?.
Caminé unas cuadras más y me acordé que en la tercera carta decías que una vez le contaste a tus amigos los platos que hacía tu mamá, y que describiste tan bien su pastel de papa, que el resto terminó acordando que el pastel de papa de Gladys era la mejor comida de las mamás del grupo.
Esa me pareció una idea mejor, el solo hecho de que la hayas recordado, y que indirectamente la hayas presentado a tus amigos es algo que llenaría de orgullo a cualquier madre. Y que hayas convencido al resto del grupo de que su plato era el mejor de todas las mamás, en medio de una guerra, probablemente en medio de una trinchera también, y casi seguramente pasando hambre, es algo que cuesta imaginar de ser posible.
Mientras seguía caminando, me puse a pensar los platos que mi mamá solía cocinar, y cuál era mi favorito. Me sentí un ser miserable al no tener claro si alguna vez le dije a mi mamá cuál era mi comida favorita. Me prometí a mi mismo que nunca más iba a probar bocado, hasta decírselo.
Entré en un trance, muchos fragmentos de tus cartas se arremolinaban en mi cabeza. Seguía hurgando en esos fragmentos, en busca de algo que me sirviera para poder atravesar la situación. No había preparación para lo que estaba por hacer, ¿Vos estabas preparado para lo que te tocó?¿Se puede estar preparado?.
Tal vez el tema de la preparación me hizo acordar a la facultad, y recordé que en la segunda carta contabas que tenías ganas de volver a la facultad, que extrañabas estudiar y a tus compañeros.
Nunca lo supe, pero tal vez vos no querías eso, o si lo quisiste, si fuiste porque lo sentiste necesario, tal vez no te lo imaginabas como realmente fue. Querías volver, aún estando allá imaginabas volver a la facultad, seguir estudiando y volver a ver a tus compañeros. ¿Qué otras cosas te hubiese gustado volver a hacer? ¿Qué hubieses retomado? ¿Qué hubieras esperado para tu futuro?
Yo estaba estudiando y no sabía ni a qué materias me iba a anotar el cuatrimestre que viene. Sinceramente, incluso dudaba de si iba a seguir estudiando al año siguiente. Negué sutilmente con la cabeza y seguí caminando.
Cuando estaba llegando, recordé que Gonzalo contaba que fuiste de gran ayuda para él y el grupo, que sin tu energía y alegría no sabían cómo podrían haber tolerado los días en las islas. Eso me hizo recordar a un amigo, no conocía más que mil palabras sobre vos Juan, casi todas escritas por vos mismo, y unas pocas escritas por Gonzalo. Pero tengo un amigo que es de ese estilo, como vos, que nunca deja de sonreír, que no importa que tan complicado pinte todo, él siempre encuentra algo bueno para ver, algo que te anima a seguir adelante o que te hace sentir un mufa que siempre está viendo lo malo. Hasta podríamos haber sido amigos.
Levanté la cabeza y miré el cartel que estaba en la esquina, la letra blanca y desgastada decía “T. A. de Alvear 1200-1300”
Caminé por el lado impar, no tenía el valor para acercarme, me temblaban las piernas. Justo enfrente de tu casa hay un almacén. En mi cabeza comenzaban a surgir ideas ilógicas, en busca de esquivar el deber que se me había encomendado. Entré al almacén y dije:
—Hola, buen día.—
—Buen día, ¿en que te puedo ayudar?— respondió el señor que atendía.
Era un un tipo mayor, uno de esos que te cruzas a la tarde tomando el mate en la vereda los domingos.
—Disculpe.— le dije, —Busco a Gladys, familia Cisneros, no tengo bien la dirección pero se que vive en esta cuadra.—
—Si, la Gladys, vive acá nomás, enfrente, el 1230.— respondió el almacenero asomando su cuerpo por sobre el mostrador y señalando en dirección a la puerta de la casa que estaba cruzando la calle.
Asentí en silencio.
El tipo se me quedó mirando, luego de un segundo me dice:—¿Estás bien?.—
—Sisi, perdón, es que hace mucho que no veo a Gladys— dije, fue lo mejor que me salió.
—Muchas gracias.— y me di vuelta para salir del almacén.
Mientras cerraba la puerta el almacenero gritó:—Tocá timbre, está en la casa, la vi entrar hace un ratito.—
Fue un baldazo de agua fría.
Caminé hasta el cordón, y miré hacia la izquierda y la derecha dos veces para ver si venía un auto. En bragado, en esa calle, a esa hora, tenes más chances de cruzar una vaca que un auto.
Pero tenía miedo, no quería cruzar.
Nuevamente recordé lo injusto que sería, para vos, para Gonzalo, y para Gladys, que no cruzara esa calle, y que no entregara en persona esas cartas que estaban en el bolsillo de adentro de mi campera.
No tengo ni idea cuanto pesa el equipo de un soldado, pero ese puñadito de papeles en mi pecho pesaba mucho para mí.
Crucé la calle, al llegar a la otra vereda caminé esos pocos pasos que me separaban de la puerta de tu casa. Había unas plantitas afuera, unas plantas normales, pero estaban muy bien cuidadas, con amor.
Miré el umbral y no pude evitar pensar que era como muchas de las casas del barrio.
Me latía fuerte el corazón, ya no sabía si era miedo, adrenalina o que cosa.
Estiré la mano para tocar el timbre, pero me detuve un milímetro antes de que mi dedo tocará el botón. Personalmente no me gusta el sonido de mi timbre, prefiero el sonido del golpe sobre la madera, es más “natural”.
Desvié mi mano y toqué la puerta. Dos golpecitos.
Sentía que las cartas se habían hecho pedacitos en el bolsillo, presionadas por mi respiración espasmódica y los latidos que las estrujaban contra la campera.
—Ahí voy— se escuchó de adentro.
Mientras repetía en mi mente cosas sin sentido que había pensado en decir para iniciar la conversación, escuché como la cerradura giraba desde adentro. Un frío trepó por mi espalda, envolviendome, yo no estaba preparado para eso.
La puerta se abrió, y se asomó una señora.
Con la voz entrecortada pude decir:—¿Gladys?—
Al escuchar su nombre, se sintió un poco más confiada y abrió la puerta completamente. Ahí pude verla de pies a cabeza.
¿Al decir su nombre habrá pensado que era un amigo tuyo?
Nerviosamente me metí la mano en el bolsillo y saqué el manojo de cartas.
—Ho…Hola.— dije
Gladys inclinó levemente la cabeza, como sorprendida y me dijo:—¿Estás bien?¿te puedo ayudar en algo?.—
No tengo claro cómo fue todo lo que pasó luego. Como si fuese algo traumático, mi mente almacena solo dos detalles de ese día.
Lo primero es el parecido. Tu mamá es muy parecida a mi mamá Juan, eso me partió el alma, me fragmentó en mil pedazos mientras me mantenía de pie frente a la puerta. Realmente son muy parecidas, hasta sentí que alguna vez podríamos haber comido el mismo pastel de papas. La manera en la que me hizo una pregunta tan simple como “¿Estás bien?” me hizo acordar a ella. Fue como si me pasara por arriba un auto. Sentí ganas de abrazarla, a vos y a ella los privaron de volver a sentir eso.
Lo segundo fue el frío, no pude contenerlo, una lágrima se me escapó del ojo izquierdo. Y la sensación de esa gotita diminuta atravesando mi cachete me congeló.
Gladys lo notó, sin preguntarme mi nombre, sin preguntarme qué quería, me dijo que pasara adentro. Lo que mi mamá hubiese hecho por vos, ella lo hizo por mí.
La puerta se cerró, y el almacenero que miraba desde enfrente se quedó con la mirada fija en la entrada de tu casa. Sintiéndose extraño por lo que acaba de ocurrir, ajeno a todo.
Un nene que venía en bicicleta frenó en la vereda, dejó la bici apoyada en un árbol y entró al almacén.
El almacenero salió de su trance y dijo:—Buen día, ¿en que te puedo ayudar?—
Fin
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